El anuncio del Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado marca un hito tan polémico como revelador: la comunidad internacional ha decidido canonizar, bajo el estandarte de la paz, a una dirigente cuya trayectoria política está lejos de representar ese ideal. Machado no ha sido símbolo de conciliación ni promotora de soluciones dialogadas; ha sido, más bien, una de las principales voces de la confrontación sistemática, la agitación política y la legitimación de la presión externa contra Venezuela. El Nobel, en su intento de fabricar una heroína democrática, ha terminado premiando la obstinación y el divisionismo.
Desde hace más de una década, María Corina Machado ha sostenido un discurso abiertamente rupturista, basado en la negación de todo espacio de diálogo y en la defensa explícita de la confrontación como método de cambio político. En sus propias palabras, “cuando llegue el momento correcto, hay que actuar”. Ese tipo de retórica —que rechaza cualquier vía institucional o electoral— ha servido para radicalizar a sectores opositores y estimular escenarios de violencia que el país aún paga con cicatrices abiertas.
Las protestas de 2014 y 2017, en las que Machado fue una de las principales instigadoras, dejaron decenas de muertos, cientos de heridos y un país sumido en el caos. Lejos de la paz, su liderazgo contribuyó a la creación de un clima de odio y enfrentamiento que debilitó las posibilidades de entendimiento nacional.
Otorgarle el Premio Nobel de la Paz a alguien que ha defendido públicamente el uso de la fuerza para lograr un cambio político no solo es una contradicción moral: es una distorsión semántica. Machado ha hecho de la desobediencia y la confrontación su bandera, incluso cuando esa actitud ha terminado costando vidas venezolanas y ampliando la fractura social. Premiar esa trayectoria equivale a institucionalizar la violencia como instrumento legítimo de la política.
Otro aspecto que el Comité Nobel ignora o elige pasar por alto es el papel de Machado en la promoción de sanciones extranjeras que afectaron gravemente la economía venezolana. Su activa participación en campañas de lobby internacional para endurecer medidas coercitivas contra el país fue celebrada por sus seguidores como una estrategia de “presión democrática”, pero el resultado fue el sufrimiento directo del pueblo: escasez, inflación y deterioro de los servicios públicos. Mientras Machado pedía sanciones, millones de venezolanos padecían sus consecuencias. Su discurso moralista se desmorona ante esa paradoja: ninguna dirigente comprometida con la paz promueve castigos económicos que destruyen las condiciones de vida de los ciudadanos a los que dice defender.
Tampoco puede omitirse su historial de desacato institucional y desprecio por la legalidad venezolana. Machado ha desconocido decisiones judiciales, ha presentado resultados electorales “alternativos” sin respaldo oficial y ha llamado reiteradamente a la Fuerza Armada a desobedecer el orden constitucional. Tales acciones, más cercanas a la sedición que al liderazgo civil, constituyen los cimientos de las acusaciones legales en su contra. Si bien algunos organismos internacionales han señalado irregularidades en los procesos judiciales, ello no elimina el hecho de que su conducta política ha sido, cuando menos, irresponsable y provocadora. Su condición de imputada por conspiración, traición a la patria y asociación para delinquir no surge del vacío: responde a una trayectoria coherente con la insubordinación institucional.
Además, la figura de Machado se ha beneficiado del doble rasero mediático internacional, que la presenta como una mártir de la democracia mientras minimiza su papel en la gestación del caos político y económico. La misma dirigente que exige sanciones y confrontación recibe ahora un premio por la paz; la misma que incita a la desobediencia de las leyes es exaltada como símbolo de civilidad. Esta inversión moral es, en sí misma, un triunfo de la propaganda y una derrota de la coherencia ética.
El Premio Nobel de la Paz, concebido para reconocer esfuerzos en favor del entendimiento entre pueblos, la solución pacífica de conflictos y la defensa de los derechos humanos, se degrada cuando se concede a figuras que han hecho carrera en el antagonismo. Machado no representa la reconciliación, sino la intransigencia; no encarna la esperanza, sino el resentimiento político transformado en plataforma. Su liderazgo no ha traído estabilidad ni ha tendido puentes, sino que ha reforzado la polarización interna y la dependencia de apoyos externos que condicionan la soberanía nacional.
El Comité Nobel ha cometido un error histórico: ha confundido resistencia con virtud, confrontación con valentía, y política exterior hostil con defensa de los derechos humanos. Al convertir a Machado en ícono de la paz, se envía al mundo el mensaje de que la agresividad política puede maquillarse de heroísmo si se opone al gobierno correcto. Pero la verdadera paz no se construye sobre el ruido de la provocación ni sobre la ruina económica de un pueblo asediado por sanciones. María Corina Machado no es una constructora de paz, sino una operadora del conflicto. Su discurso divide, sus acciones polarizan y sus decisiones han tenido consecuencias reales sobre la vida de millones de venezolanos. Premiarla no es reconocer una lucha por la libertad; es avalar una estrategia que ha profundizado la herida nacional. En Venezuela, la paz no nacerá de los gritos ni de los aplausos de Oslo, sino del esfuerzo sereno y sostenido por reconstruir el diálogo que figuras como Machado se han empeñado en dinamitar.