Por: Fabrizio Casari
No hay alto el fuego y ni siquiera una pausa momentánea. El genocidio palestino continúa, y además de la TNT en Gaza, también tiene que lidiar con la propaganda. Sí, porque la visita de Blinken a Sharon fue una farsa destinada a reforzar el juego recíproco de las partes, entre Estados Unidos, fiel aliado pero razonablemente preocupado por el contexto internacional, e Israel, ansioso únicamente por cerrar el juego con Hamás. Una auténtica jugada diseñada para aplacar a la comunidad internacional, enviar mensajes a las capitales de Oriente Medio y con fines internos, tanto en Washington como en Tel Aviv. En Estados Unidos, la comunidad árabe-estadounidense está furiosa con Biden: una encuesta del Arab American Institute revela que sólo el 17% está dispuesto a reelegir a Biden (en 2020, el 59% estaba con él): es una comunidad pequeña pero importante en estados indecisos como Michigan y Pensilvania. En Israel, por otra parte, el odio a Netanyahu atraviesa la sociedad civil y el ejército, y un minuto después del alto el fuego Netanyahu tendrá que dimitir; intenta nadar contracorriente dándose a conocer como exterminador de palestinos, pero sea como sea, su carrera política está acabada.
Nasrallah, líder de Hezbolá en Líbano, aclaró que la Operación Inundación de Al Aqsa «es cien por cien palestina». Lo que significa que el trasfondo organizativo y militar de la operación de Hamás no puede asignarse a Hezbolá ni a Irán. Por lo tanto, Israel y Estados Unidos no pueden utilizar este argumento para darse la oportunidad de ajustar cuentas con Hezbolá.
Porque tal idea circula en Tel Aviv, sobre todo en los círculos extremistas del sionismo de extrema derecha: la presencia de 20.000 marines estadounidenses, la llamada a filas de los 460.000 reservistas del Thasal y el apoyo político y diplomático de Occidente, con poco que sobrara, presenta la oportunidad no sólo de aplanar Gaza y preparar el desplazamiento de las nuevas fronteras tras la expulsión masiva de todos los palestinos, sino también de atacar como nunca antes a Hezbolá en Líbano. En resumen, un marco general favorable a una acción de fuerza más amplia.
Hipótesis enfriadas por las advertencias de Vladimir Putin, la indisponibilidad de los Emiratos y la dura postura de Turquía, que ha aprobado en las últimas horas una ley antiisraelí. Aunque las posiciones que adopta Erdogan son siempre fruto de la conveniencia del momento para la potencia otomana, el enfrentamiento con Israel representa la indignación masiva de todos los musulmanes suníes que Ankara no puede subestimar, ya que aspira a representarlos. Al menos mientras Netanyahu sea primer ministro, Ankara cierra todo diálogo.
Hay un creciente rechazo de los crímenes israelíes por parte de la opinión pública internacional y de los organismos que representan a la comunidad de Estados. Nunca antes el mundo había imputado a Israel el papel de verdugo, el desprecio absoluto de las normas del derecho internacional, y esto no es indiferente para un país que, incapaz de mantenerse a sí mismo, necesita la cartera de todos para sobrevivir.
La impotencia de la ONU
El rechazo incluso de una pausa humanitaria coloca a Israel solo frente a la comunidad internacional, pero la ONU ha demostrado ser totalmente inadecuada para hacer frente a los crímenes de Tel Aviv. En la votación sobre Israel, como especulativamente en la del bloqueo en Cuba, emergen dos ideas sobre qué es la democracia, qué es el Derecho Internacional y qué herramientas son necesarias para hacerlo prevalecer sobre los intereses de una minoría con rasgos genocidas. Junto a ello, sin embargo, emerge también la impotencia de la comunidad mundial forzada al cuello de botella de un Occidente que utiliza a la ONU si la necesita y la desprecia si no la necesita.
Craig Mokhiber, Director de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, dimitió en protesta por la incapacidad de la ONU para detener el genocidio.
«Una vez más», declaró el alto funcionario, «vemos cómo el genocidio se desarrolla ante nuestros ojos y cómo somos incapaces de detenerlo». El genocidio de los palestinos es el producto de décadas de impunidad israelí ofrecida por Estados Unidos y otros países occidentales y de décadas de deshumanización del pueblo palestino».
Un gesto contundente de Mokhiber que replantea con fuerza la cuestión central para la gobernanza mundial: ¿cómo garantizar que la comunidad internacional haga cumplir sus deliberaciones? Frente a las posiciones encontradas entre la Asamblea General y el Consejo de Seguridad, emerge la insostenibilidad de una discrasia que paralice la institución. Y si se puede descartar que sea la Asamblea de las Naciones la que guarda silencio, queda claro que es precisamente la gobernanza del órgano lo que hay que repensar.
La insuficiencia del sistema normativo se pone de manifiesto cuando el Consejo de Seguridad crea una fractura entre los niveles de debate y de decisión, reduciendo la voluntad de toda la comunidad internacional a los intereses de las grandes potencias.
El Consejo de Seguridad, en virtud del derecho de veto, invierte así su papel: en lugar de representar y llevar a la síntesis operativa lo que decide la Asamblea General, órgano soberano de la institución, impone sus decisiones a su sola conveniencia y crea una ruptura entre la institución y el órgano, es decir, entre la comunidad internacional representada por la Asamblea y su órgano ejecutivo.
Que el Consejo necesita ser reformado tanto en sus criterios de composición como en la metodología de sus actuaciones ya no hay dudas, si acaso resistencias. Hasta la fecha, sólo el padre Miguel D’Escoto, Sandinista, Presidente de la Asamblea General elegido por aclamación en 2008-2009, ha presentado una propuesta de reforma del Consejo, que obviamente no ha gustado al colectivo occidental. ¿La razón? Supone un fortalecimiento de la comunidad de Estados y con ello una reducción paralela de la arrogancia imperial, que en cambio desearía ver el fin de la ONU como premisa para la afirmación de la ley del más fuerte como instrumento regulador y ordinal en las relaciones internacionales.
Evidentemente, el Consejo de Seguridad no puede representar a todas las naciones, ni siquiera a la mayoría de ellas, pero su funcionamiento no puede seguir siendo – como su representación – la hipoteca de una minoría sobre la mayoría. La cuestión de fondo era y sigue siendo el ejercicio del derecho de veto, por el que un solo país puede dejar sin efecto la voluntad de la comunidad internacional.
Un desequilibrio político que incide en la falta de funcionamiento de la institución y contribuye a mantener un orden internacional injusto, ilegítimo e incluso ineficaz, en cualquier caso ya no representativo de las relaciones de poder internacionales y de los cambios que se están produciendo en los distintos continentes, en definitiva, del marco planetario que se supone que representa.
La modernización del organismo es indispensable, porque el mundo ha cambiado y el Consejo actual sólo refleja parcialmente el marco actual de los equilibrios planetarios. Habría que superar una composición que sólo es posterior a la Segunda Guerra Mundial con la adición de China. Se necesitarían otros criterios para representar a la comunidad internacional: la representatividad del mundo en su conjunto como criterio general y, específicamente de cada país, su extensión territorial, demografía, economía, posición geoestratégica, influencia política y militar. En definitiva, el poder del que dispone.
En cuanto al criterio básico de representación, el primer oxímoron es el hecho de que, aunque la mitad de los países de la ONU pertenecen a África y América Latina, ambas zonas carecen de representación en el Consejo. Por tanto, su entrada sería políticamente conveniente, además de proporcionalmente correcta.
Y en cuanto al peso específico de los países, la ausencia de gigantes como India e Indonesia, Pakistán y Brasil, muestra cómo la composición actual carece de sentido de la proporción en cuanto a la representación de los pueblos. Ampliar el número de miembros es, por tanto, condición sine qua non para relanzar su eficacia.
En un reajuste general de la composición del Consejo, tendría sentido disponer de un mecanismo que tienda a un equilibrio más amplio. Así, se podría prever -por ejemplo- un Consejo de Seguridad en el que las votaciones se realicen por mayoría, al menos dos tercios; sin posibilidad de que un solo país ejerza su derecho de veto. Esto obligaría a todos a buscar un consenso más amplio, forzando así una evidente reducción de las pretensiones individuales de cada país y la consiguiente mayor participación en la toma de decisiones.
Sería una forma de afirmar el multipolarismo en un órgano en el que una minoría geográfica, demográfica, económica y política del planeta sigue ocupando la mayoría de los asientos entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, que en cambio debería representar a toda la comunidad internacional.
Todo el mundo sabe que primero se cuentan los votos y luego se sopesan y, por tanto, nadie cambia las Islas Marshall por Estados Unidos y tampoco se prevé la ampliación del derecho de veto a los miembros no permanentes del Consejo. Pero si la vara de medir ha de ser el realismo político y el impacto global de los países en el tablero internacional, entonces hay que ser consecuente.
Cambiar el perfil del Consejo de Seguridad, sus criterios y sus acciones, es la única manera de devolver la credibilidad política a una institución que, más aún en una fase histórica que anuncia una inversión del equilibrio de poder planetario, no puede seguir siendo rehén de una idea distorsionada e hipócrita de la democracia, madre e hija de un modelo que concibe el mundo dividido en dos zonas: una especializada en la obediencia y otra en el mando.
Pero el reloj de arena ya se dio la vuelta. El cambio es ahora.