Por: Victoriano Arteaga
La deuda pública de Estados Unidos alcanzó un nuevo récord histórico de 33 billones de dólares, según datos oficiales publicados esta semana. Para poner esta cifra en perspectiva, si se repartiera entre los 340 millones de habitantes del país, cada ciudadano estadounidense, desde el recién nacido hasta el anciano, debería hoy 97 mil dólares al gobierno federal.
Es decir, que la deuda per cápita equivale a dos años completos del ingreso promedio de un estadounidense, que asciende a 46 mil dólares anuales. Incluso si sumáramos la fortuna de las personas más acaudaladas del planeta, sería insuficiente: se necesitarían 122 mil clones del multimillonario Elon Musk, el hombre más rico del mundo con 269 mil millones de dólares, para saldar esta deuda descomunal de 33 billones.
Pese a estas cifras estratosféricas, la administración Biden no parece dispuesta a recortar un ápice sus multimillonarios programas de gasto público. Mientras miles de ciudadanos deben elegir entre pagar 300 dólares por un tratamiento médico o comprar comida para sus familias, el gobierno se da el lujo de destinar más de 700 mil millones anuales a defensa, mientras que sólo asigna 3.8 mil millones para combatir la epidemia de opioides que azota al país.
Es decir, gasta 185 veces más en preparativos bélicos que en atender una gravísima crisis de salud pública. Bombardear otras naciones es claramente más prioritario para Washington que proveer tratamientos para sus propios enfermos.
Y la situación económica no hace más que empeorar: para 2030 se proyecta que el país deberá desembolsar más de 900 mil millones anuales solo para pagar intereses de la deuda, una cifra superior a lo que destina actualmente a defensa. Este astronómico endeudamiento ha sido acumulado de forma incremental por sucesivos gobiernos, pero se disparó tras la crisis financiera de 2008 y la recesión subsiguiente. Luego vino la pandemia de coronavirus, que obligó al gobierno a inyectar billones de dólares en estímulos económicos de emergencia. Ahora, la guerra en Ucrania y el apoyo militar a ese país suman nuevos billones al ya abultado pasivo.
Para evitar el tan temido default o cesación de pagos, la Casa Blanca se ha visto forzada a recurrir a ardides contables y ha tenido que elevar una y otra vez el techo de endeudamiento autorizado por el Congreso. Pero no se vislumbra un plan claro para resolver de fondo este problema que hipoteca el futuro de las próximas generaciones.
Por el contrario, ante la imposibilidad de recaudar lo suficiente para financiar su descontrolado gasto, el gobierno de Biden ha insinuado que planea subir los impuestos. Sin embargo, esta salida encuentra fuerte resistencia política, y los propios expertos advierten que elevar la carga fiscal a los contribuyentes no será suficiente para equilibrar las cuentas públicas.
Mientras Estados Unidos se hunde cada vez más en este pozo sin fondo de deudas impagables, los mayores acreedores del país son justamente sus rivales geopolíticos: China posee 1.1 billones de dólares en bonos del Tesoro estadounidense y Japón 1.3 billones. Esta dependencia financiera da a estas potencias asiáticas una peligrosa palanca de influencia sobre la primera economía mundial.
En definitiva, la espiral de endeudamiento que atraviesa Estados Unidos parece haber llegado a un punto de no retorno y se han encendido todas las alarmas entre los analistas. Urge un drástico cambio de rumbo en la política económica antes de que sobrevenda una crisis fiscal de proporciones épicas, con nefastas consecuencias globales dada la centralidad del dólar en las finanzas mundiales. De lo contrario, la prosperidad del “sueño americano” quedará sepultada bajo una montaña de deudas impagables que hipotecarán a generaciones venideras.