por: Fabrizio Casari.
Con 185 votos a favor y dos en contra, la comunidad internacional ha dado una nueva bofetada a la política de Estados Unidos contra Cuba, asumiendo que esa política puede definirse como la versión criminal de la hostilidad ideológica, la mezcla de negocios, intereses electorales, venganza y rencor que constituye la base de la acción de Estados Unidos hacia Cuba.
El mundo entero ha repetido, por enésima vez, algunos conceptos elementales que hasta los norteamericanos deberían ser capaces de entender: que el bloqueo contra Cuba es una ignominia del derecho internacional, que califica a sus inspiradores como forajidos de la calle, y que los países que son miembros de las Naciones Unidas, es decir, que se reconocen en el foro internacional, están del lado de Cuba. Que Cuba sufre un escarmiento inmerecido e interminable que no tiene razón, decencia ni justificación, basado sólo en la sed de venganza del imperio contra el primer territorio libre de América.
Que Cuba tiene razón, lo dice toda la comunidad internacional con un clic. Es un clic poderoso, que hace temblar el Palacio de Cristal y transforma por unos instantes a Nueva York en la sede del Derecho Internacional. Es un clic que traduce los 6700 idiomas y dialectos que se hablan en el planeta: cada uno con su propia cultura, historia y estructuras sociopolíticas, pero todos dicen SÍ, exigen que se levante el bloqueo genocida.
Lo que la Casa Blanca hizo contra Cuba durante la pandemia merecería la acusación del presidente Biden por crímenes contra la humanidad. Pero ningún país tendrá el valor de denunciar en los términos legales adecuados la mayor y más extensa violación de los derechos humanos desde la Segunda Guerra Mundial.
En la vida política de los países, como en la de los individuos, hay momentos que interpretar, oportunidades que aprovechar, acciones que realizar para no encontrarse en el lado equivocado de la historia. La de la votación en Naciones Unidas sobre la moción que presenta Cuba para exigir el fin del bloqueo que asola la isla socialista desde 1962, es una de esas ocasiones que pueden hundirte o redimirte. Es decir, pueden relegarte a la proteridad imperial o, por el contrario, permitirte ofrecer tu pecho a una batalla por la justicia, la civilización legal y la defensa de los derechos humanos. Se puede optar por la razón – como han hecho 185 países, casi toda la comunidad internacional – o seguir la corriente de las obsesiones y el odio de Estados Unidos, que tiene en la difusión a lo largo y ancho del sufrimiento y el dolor de los demás, su forma de gobernar el mundo, su terapia contra la decadencia imperial.
El horror del bloqueo es político por su connotación ideológica, es humanitario por el espantoso daño en economía y vidas que sufre Cuba, y es legal, por la oscuridad jurídica que lo sustenta. Este último aspecto, que quede claro, es una parte importante de la reacción de la comunidad internacional.
EE.UU. afirma que el bloqueo es un embargo y, como tal, es una opción de la política interna de EE.UU., lo que indicaría una supuesta incapacidad de la ONU para juzgar. Pero la reclamación de Estados Unidos carece de sentido. Porque si bien es cierto que la decisión de establecer el bloqueo es el resultado de una opción política interna de Estados Unidos, las innumerables consecuencias del mismo afectan a toda la comunidad internacional, afectada por la extraterritorialidad de las disposiciones de las leyes Torricelli y Helms-Burton, que son el marco jurídico-legislativo con el que la agresión contra la isla caribeña se extiende también al resto de la comunidad internacional, restableciendo así cualquier dimensión bilateral para transformarla en una cuestión internacional.
Es cierto que el bloqueo es un conjunto de leyes, normas y disposiciones internas de Estados Unidos y, en este sentido, el hecho de que se extiendan al resto del mundo no cambia su génesis. Pero la disposición original de embargo decidida por Kennedy en 1962 con la Proclamación 3447, que ampliaba las restricciones comerciales lanzadas por Eisenhower en octubre de 1960, ha cambiado profundamente a lo largo de las décadas, adquiriendo una connotación extraterritorial abierta e ilegal que la ha connotado durante años como piratería internacional.
Por su extraterritorialidad, por el detalle obsesivo y minucioso de las sanciones (a Cuba y a terceros), objeto de los numerosos dispositivos relacionados, definir el bloqueo como un embargo es falso, incongruente con la dimensión, duración y extraterritorialidad de las medidas y con las consecuencias que ha causado y está causando a la isla y al resto de la comunidad internacional. Por sus objetivos, su alcance y los medios empleados para alcanzarlos, el bloqueo estadounidense contra Cuba se califica como un acto de genocidio según lo que establece la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 9 de diciembre de 1948, y como un acto de guerra económica según la Conferencia Naval de Londres de 1909.
Apoyando el bloqueo, diciendo sí a la continuación de esta criminal y paranoica maraña de decretos, leyes y reglamentos que el demócrata Biden profundizó aún más con 246 actos administrativos, estuvieron Estados Unidos e Israel, acompañados por Ucrania y Brasil, que optaron por abstenerse porque no pudieron repudiar su neofascismo, pero les faltó valor para declararlo sin adornos.
En la ignominia de este pequeño grupo de países, la vacía e hipócrita retórica sobre los derechos humanos y la aún más falsa narrativa sobre la democracia occidental encuentran un hogar. Cuando el enfrentamiento es entre justos e injustos, estar en medio de la barricada ya es estar en un lado de ella. En este caso el peor lado. El voto de Brasil es el viborazo venenoso de Bolsonaro, y no sorprende el voto de Israel y Ucrania, que hacen de la persecución de quienes se oponen a sus regímenes una cuestión de honor, casi un rasgo de identidad que reivindican obscenamente.
Ucrania aprovechó la oportunidad para demostrar que sólo es un protectorado estadounidense, un puesto militar de la OTAN, la oficina de representación de la familia Biden y de los intereses de Monsanto. Si hubiera sido un país y no un rectángulo de juego de dominó estadounidense, habría sido difícil no sentir un sentimiento de desaprobación por un bloqueo anacrónico, injusto, criminal y lleno de odio. Más aún cuando se repite a diario el petulante alegato impregnado de ficción que la tendría como nación soberana y agredida y no como cabeza de puente del verdadero agresor. En la votación se reconocen los rasgos más destacados de la camarilla de Kiev: empresarios ávidos de Europa, carne para la matanza del imperio destinada a la destrucción de la paz y no palomas asediadas por las águilas.
Cuba es una isla de orgullo, maestra de resistencia, maestra de rebeldía y dispensadora de buenas acciones, entre ellas las obras sociales que, dentro y fuera de la isla, han caracterizado y caracterizan el sentido de responsabilidad de su papel histórico. Que es infinitamente mayor que su tamaño, población y recursos y, por ello, infinitamente más honorable y respetable.
La votación en la ONU debería ir seguida de actos de solidaridad concreta con un país que se encuentra en una situación desesperada: es precisamente por esos dispositivos genocidas que incluso golpearon durante la pandemia en el ámbito de la asistencia sanitaria de urgencia, de las ayudas respiratorias para los enfermos de Covid. Muchos de los países que votaron a favor de levantar el bloqueo pertenecen a la Unión Europea, que condena repetidamente a Cuba a pesar de lo que ésta hizo por Europa durante la pandemia. Pero la servidumbre no incluye la gratitud y el ingenio sin dignidad se reduce a la astucia.
Es poco probable que EE.UU. entre en razón, una sacudida de decencia que pueda producir palabras y actos diferentes a los vistos hasta ahora parece poco probable. La conspiración criminal que recibe el nombre de embargo es y seguirá siendo para siempre una estúpida y viciosa vendetta contra los que son más pequeños que tú, mucho mejores que tú.